lunes, 6 de abril de 2009

cuento de la semana: El espejo

La figura de Él a ambos lados del espejo rectangular y empolvado de su dormitorio, trató de sonreír y solo una mueca descolorida e impersonal cruzó su rostro y el de su negativo al otro lado del cristal, aun recordaba a ambos tomados de la mano frente a los grandes espejos bruñidos del hall de la universidad. Apuestos, inteligentes. Dios, que hermosa pareja hacían, la envidia de todos. El alto y apuesto, cabello corto y negro como la noche, los brazos fuertes fruto mas del trabajo orgulloso que de los días perdidos de deporte. Ella hermosa y grácil, el rostro de un ángel en el cuerpo más deseable que pudiera encontrarse, largos cabellos dorados y ojos del color de las esmeraldas e igual de brillantes. Una pareja muy hermosa.
Casi perfectos.
La figura de ella se dibujaba a contraluz de la blusa de dormir, la seda acariciando sus curvas sugerentes, uno de los tirantes, el derecho caía sobre su brazo despreocupadamente dándole un aire de sensualidad increíble. En el espejo ovalado de su cómoda era el izquierdo. Aun se recordaba juntos, desesperadamente juntos, sentados en la pequeña mesa del restaurante, ella encima de él, ella con la pajita de la coca cola entre sus labios, él con una papa frita colgando de su boca. Y como reían, miraban sus rostros con ternura, ahora dos papas fritas hacían las veces de colmillos amarillentos y caían sobre su cuello manchándolo de aceite, ella gritaba y la gente los miraba extrañada, con esa expresión mezcla de humor y envidia frente a la felicidad ajena que todos hemos visto dibujarse a desgano en nuestros rostros alguna vez. Ella sorbía mímicamente su cerebro con su pajita y él la estrujaba y le besaba tratando de morder sigilosamente el trozo de lechuga que hábilmente dejara caer sobre su blusa, justo debajo del pendiente de plata.
Dios, que pareja tan hermosa eran.
Él seguía recorriendo su propio cuerpo con los ojos frente al espejo, aun tenia los brazos fuertes, esos que tantas veces la estrecharan en sus brazos, esos que ya no lo hacían. Había sido aquella mañana hace varios meses, frente al pequeño espejo con marco de nogal que colgaba en la puerta de su casillero, su rostro lívido mirando el piso, la mente en blanco aun incapaz de digerir la escena grabada en sus retinas, ella en los brazos de ese, sus cabellos dorados, sus preciosos cabellos dorados, desparramados por su pecho y las manos grasientas del pelirrojo acariciándolos, como si quisiera emularlo cuando bajo el espejo de la habitación 20, la misma de siempre, el recorría las doradas hebras escuchando la delicada respiración de su sueño.
Ella no veía su propia sensualidad en el espejo solo la mascara de inconsciencia que era su rostro, nunca la había visto, o al menos hasta que viera su propio reflejo en la habitación del motel, la felicidad incontenida por el gran espejo sobre la cama esa primera vez y las siguientes. Felicidad hasta ese día... frente al espejo circular del baño de alumnas del primer piso, el labial cayendo al piso al sonido de las palabras odiosas desde uno de los cubículos donde muchas se encerraban a revelarse secretos de belleza... y a veces de cama. Esta vez hablaban de él, de él. Había podido reconocer la voz, esa odiosa voz de envidia de la morena de ojos torcidos, siempre la había odiado y ese día mas que nunca al mencionar el pequeño lunar de su entrepierna, ese era un secreto de él, un secreto que solo ella conocía, un secreto de caricias y risas. Ahora las risas venían de esa. Había visto sus propios ojos hinchados por el llanto incipiente mirándola desde el gastado espejo que tantos rostros viera a lo largo de los años y había corrido, dejando atrás el labial y a su propia inocencia. Había corrido mucho, su figura había cruzado fugaz por los espejos del pasillo de aulas y ya afuera había tenido que hacer un esfuerzo para aparentar normalidad frente al esposo de su hermana, pero su pelirrojo cuñado no le había creído y en su pecho lloró, lloró largamente hasta que su hermana con su abultado abdomen de ocho meses le había guiado al auto.
El rostro inflexible de él miraba el vacío a ambos lados del cristal, aun no comprendía por qué, todo era perfecto, todo como un sueño, su voz dulce, su sonrisa cegadora, la forma como ella le miraba, tanto amor, tanta pasión. Habían estado juntos una eternidad, siempre juntos, cada día, cada noche. Cada noche a excepción de la noche anterior a ese día, ella no había llegado, su voz angelical por el teléfono le había hablado excitada sobre la llegada de su hermana y el esposo, sobre lo felices que se veían sobre el sobrino inminente. El niño ya tiene que haber nacido. ¿Dios cuantos meses?. Esa noche le había dado el beso de buenas noches por teléfono, la primera vez que no era en persona en meses. Él había permanecido junto al aparato un buen rato soñando con niños corriendo de un lado a otro, niños de rubios cabellos, ojos de esmeralda y brazos fuertes. Su compañero de cuarto le había sacado con rudeza de tan dulces pensamientos, a regañadientes había bajado las escaleras y se había incluido en el juego, mas de alguna broma sobre su soltería temporal cayó sobre él desde el grupo cada vez más ebrio. No estaba cómodo, le faltaba ella y peor podía sentir las ocasionales caricias de la chica bizca que le ponían la piel de gallina. Mala suerte en la noche, casi un preludio de la tragedia que caería el día siguiente, allí confiando en la futura etílica amnesia del grupo, bajo los gritos de ¡secreto o prenda!, Soltó su secreto, el lunar de media luna escondido siempre bajo la ropa, escondido para todos excepto para ella. Se había retirado temprano, encerrándose en la habitación asqueado del hedor a cerveza barata y excitación juvenil que inundaba el salón de la pensión. Asqueado, pero más que nada de la mirada de la chica morena tratando de atravesar su pantalón con los ojos torcidos.
Ella cepilló mecánicamente sus largos cabellos rubios frente al espejo que albergara en sus bordes cuantas felices fotografías de tiempos mejores. No habían hablado del asunto, no era necesario, el se había mostrado distante, su silencio había sido la prueba de su culpa, la huidiza mirada cuando se encontraban en el pasillo, la prestancia con que salía de los lugares en donde ella entraba. El no la amaba, nunca lo había hecho.
Él terminó de vestirse, el semblante austero, inerte en el espejo. Ella no había tocado el tema, al parecer simplemente tenia a alguien mas, las miradas se habían mostrado como las falsedades que siempre habían sido, solo uno mas, uno mas, nunca un porqué, su silencio fue la prueba, ella nunca lo había amado.
Ella se ajustó la blusa frente al espejo de la cómoda, la misma de aquella vez, aun con manchas de aceite. Con indiferencia se la sacó y lanzó a la ropa sucia. Él le había mentido todo el tiempo, solo había sido un juguete, a él nunca le importo, había salido de su indiferencia para mostrarle un mundo maravilloso, un mundo falso, un camino mágico que solo existía para llevarla a esa habitación con el gran espejo en el techo. Y luego había desecho ese mundo con su traición, había vuelto a la indiferencia y ese mundo seria para otra.
Él, frente al espejo se anudó la corbata con un gesto deslucido de aprobación, era el último día, hoy tendría su diploma en la mano y mas que nada, hoy vería por última vez su rostro insensible, hoy respiraría lejos del temblor en sus piernas al verla y empezaría una nueva vida lejos de ella.
Ella se colgó el pequeño pendiente de plata y admiro su brillo impasible en el cristal. Hoy seria una profesional, hoy dejaría de sentir esa opresión en su pecho al verlo pasar, sus caminos al fin se separarían del todo.
El se irguió imponente y seguro frente al espejo, el rostro duro, el impecable traje oscuro, la decisión grabada a fuego en su mente y el pensamiento en el odio oculto amenazando salir contra todo lo dorado, hasta hoy.
Ella admiró sus femeninas formas proporcionadas con la ceja levantada insolente, orgullosa y vacía, pensando en el odio que ardía en su corazón y que hoy terminaría.

Con paso seguro cruzaron el umbral de sus habitaciones, los corazones impasibles, ajenos al dolor, libres de sentimientos y emociones, y desde direcciones opuestas se dirigieron al gran hall del campus donde el sol rebotaba en los espejos bruñidos...

Al menos eso quisieron pensar.

El simple espejo rectangular y el pequeño espejo ovalado sobre la cómoda no quedaron vacíos...
En sus habitaciones en negativo, dos formas, impecablemente vestidas, muñecos de trapo con el corazón roto, hermosos dentro de su angustia, lloraron hasta que las lágrimas se acabaran.
Detrás del espejo.

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