Este es el cuento que escribí para la "fundación Emilia", una ong que busca el aumento de penas para los conductores ebrios que provocan lesiones y muertes, surgida luego de la trágica muerte de la pequeña Emilia Silva en una colisión provocada por un irresponsable en Vitacura, cuando solo tenia 9 meses de edad.
Ademas este cuento enlaza con mi novela infantil "Centinelas de felpa", que escribí cuando nació mi propia hija, hace casi dos años.
Emilia.
Carlos Páez S.
El pequeño oso de peluche contemplaba el mar por la
ventana solitaria del segundo piso, desde donde entraba el calor de la
mañana iluminando la habitación vacía. Con sus ojos de botones muy
abiertos, porque hacia demasiado que el sol llenaba el cuarto silencioso.
No estaba con ella ese día, se lamentaba amargamente por
ello. Se lamentaba de no haber estado entre sus pequeños bracitos. Feliz
hubiera sacrificado el relleno de su cuerpo para amortiguar en algo el golpe. Para
quizás lograr, con su sacrificio, esa pequeña diferencia que hubiera
significado el soplo de vida anhelado de su niña.
No era su culpa, tampoco de ellos. Los padres de
Emilia. Que tal como él, sufrían repasando en sus mentes cada segundo de ese
fatídico día, torturándose con las posibilidades de lo que hubiera podido
cambiar todo.
Eran buenas personas, habían sido padres amorosos y preocupados.
Lo terrible del desenlace no había sido su culpa, sino solo la amargura del
destino, la irresponsabilidad de un hombre ebrio.
Él, como juguete, sufría, en su dual existencia, entre
su cuerpo físico de felpa y su naturaleza de pura energía en el “umbral”, el
reino incorpóreo donde los juguetes tienen movimiento propio.
Pero no sufría por Emilia, lo hacía por ellos.
Hubiera querido decirles que ella estaba más allá del
dolor, más allá del gris de la realidad. Rodeada de seres que había creado, que
había dado vida con su inquieta mente en desarrollo, y también rodeada por los
juguetes que la habían protegido en la habitación mirando al mar.
Decirles que retozaba al sol sobre castillos de
cristal, rodeada de amorosas princesas. Que cabalgaba sobre unicornios de
brillantes colores y surcaba los cielos a lomo de pegasos.
Que bailaba por salones alhajados de sedas de colores,
al son de suaves tonadas, mientras los seres de ensueño se inclinaban en
adorable reverencia ante su bondad. Todo un universo para ella, un mundo de luz
y amor eterno.
Decirles que Emilia era feliz, protegida de todo mal. Aun
curiosa e inquieta, aprendiendo cada día, siempre recordando ávidamente los
abrazos que le habían dado.
Pero que muchas veces se asomaba melancólica a amplios
balcones. Miraba la noche llena de estrellas, se tapaba con una manta como
había hecho tantas veces con sus pequeñas manitos, y, ahogando un suspiro,
sentía la presencia de ambos. Porque siempre estaban con ella y siempre lo
estarían.
Emilia era feliz, y estaba orgullosa de ellos.
Amándolos y protegiéndolos, por toda la eternidad.
Él, como su oso de peluche, el jefe de su guardia, había
estado muchas veces en los salones y balcones de los castillos. Se sentaba
junto a la cuncuna y el perrito a verla por horas. Siempre podía escuchar su
risa, podía ver sus ojos. Porque el lazo entre un niño y sus juguetes es tan
fuerte como el universo mismo.
Quería decirles tantas cosas. Ellos le habían dado la
misión, y él seguía cumpliéndola.
Pero no podía decirles nada, los padres no podían
escucharlo. Los adultos son ajenos al “pacto”. Excepto por el ligero instinto
de que aquellos regalos, que hacían con tanto amor, tenían la doble misión de no
solo entretener, sino también proteger a los niños de las amenazas más allá del
plano físico.
Él solo era un juguete, no podía ayudarlos a curar su
corazón. Su voz se perdía en el “umbral”, y su garganta de lana no podía
articular las palabras que pudieran ser un bálsamo para sus almas.
Solo podía esperar a servir al siguiente niño, a
protegerlo con todas sus fuerzas y canalizar a través de su cuerpo de felpa
todo el amor de esos padres sufrientes y deseosos.
Tal vez de esa forma, podría contarles que Emilia
siempre estaría con ellos, amándolos a través de él.
El pequeño oso de peluche volvió a mirar el mar, pues había
salido al fin de la caja en el closet. Y, en susurros, murmuró su credo, la
letanía misma del pacto. La razón misma de su existencia. Como si fuera un mensaje
que pudiera plasmar en la habitación vacía que esperaba a una nueva bebé. Para
que pudiera ser oído por los padres, algún día.
“Somos los guardianes de nuestros niños, de sus
sueños, de su risa. Nuestra misión y nuestra vida son resguardar a quien más
amamos… y yo siempre te amaré, mi Emilia”.
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