jueves, 17 de agosto de 2017

Emilia


Este es el cuento que escribí para la "fundación Emilia", una ong que busca el aumento de penas para los conductores ebrios que provocan lesiones y muertes, surgida luego de la trágica muerte de la pequeña Emilia Silva en una colisión provocada por un irresponsable en Vitacura, cuando solo tenia 9 meses de edad.

Ademas este cuento enlaza con mi novela infantil "Centinelas de felpa", que escribí cuando nació mi propia hija, hace casi dos años.




Emilia.
Carlos Páez S.


El pequeño oso de peluche contemplaba el mar por la ventana solitaria del segundo piso, desde donde entraba el calor de la mañana iluminando la habitación vacía. Con sus ojos de botones muy abiertos, porque hacia demasiado que el sol llenaba el cuarto silencioso.

No estaba con ella ese día, se lamentaba amargamente por ello. Se lamentaba de no haber estado entre sus pequeños bracitos. Feliz hubiera sacrificado el relleno de su cuerpo para amortiguar en algo el golpe. Para quizás lograr, con su sacrificio, esa pequeña diferencia que hubiera significado el soplo de vida anhelado de su niña.

No era su culpa, tampoco de ellos. Los padres de Emilia. Que tal como él, sufrían repasando en sus mentes cada segundo de ese fatídico día, torturándose con las posibilidades de lo que hubiera podido cambiar todo.

Eran buenas personas, habían sido padres amorosos y preocupados. Lo terrible del desenlace no había sido su culpa, sino solo la amargura del destino, la irresponsabilidad de un hombre ebrio.
Él, como juguete, sufría, en su dual existencia, entre su cuerpo físico de felpa y su naturaleza de pura energía en el “umbral”, el reino incorpóreo donde los juguetes tienen movimiento propio.

Pero no sufría por Emilia, lo hacía por ellos.

Hubiera querido decirles que ella estaba más allá del dolor, más allá del gris de la realidad. Rodeada de seres que había creado, que había dado vida con su inquieta mente en desarrollo, y también rodeada por los juguetes que la habían protegido en la habitación mirando al mar.

Decirles que retozaba al sol sobre castillos de cristal, rodeada de amorosas princesas. Que cabalgaba sobre unicornios de brillantes colores y surcaba los cielos a lomo de pegasos.

Que bailaba por salones alhajados de sedas de colores, al son de suaves tonadas, mientras los seres de ensueño se inclinaban en adorable reverencia ante su bondad. Todo un universo para ella, un mundo de luz y amor eterno.

Decirles que Emilia era feliz, protegida de todo mal. Aun curiosa e inquieta, aprendiendo cada día, siempre recordando ávidamente los abrazos que le habían dado.

Pero que muchas veces se asomaba melancólica a amplios balcones. Miraba la noche llena de estrellas, se tapaba con una manta como había hecho tantas veces con sus pequeñas manitos, y, ahogando un suspiro, sentía la presencia de ambos. Porque siempre estaban con ella y siempre lo estarían.

Emilia era feliz, y estaba orgullosa de ellos.

Amándolos y protegiéndolos, por toda la eternidad.

Él, como su oso de peluche, el jefe de su guardia, había estado muchas veces en los salones y balcones de los castillos. Se sentaba junto a la cuncuna y el perrito a verla por horas. Siempre podía escuchar su risa, podía ver sus ojos. Porque el lazo entre un niño y sus juguetes es tan fuerte como el universo mismo.

Quería decirles tantas cosas. Ellos le habían dado la misión, y él seguía cumpliéndola.

Pero no podía decirles nada, los padres no podían escucharlo. Los adultos son ajenos al “pacto”. Excepto por el ligero instinto de que aquellos regalos, que hacían con tanto amor, tenían la doble misión de no solo entretener, sino también proteger a los niños de las amenazas más allá del plano físico.

Él solo era un juguete, no podía ayudarlos a curar su corazón. Su voz se perdía en el “umbral”, y su garganta de lana no podía articular las palabras que pudieran ser un bálsamo para sus almas.

Solo podía esperar a servir al siguiente niño, a protegerlo con todas sus fuerzas y canalizar a través de su cuerpo de felpa todo el amor de esos padres sufrientes y deseosos.

Tal vez de esa forma, podría contarles que Emilia siempre estaría con ellos, amándolos a través de él.

El pequeño oso de peluche volvió a mirar el mar, pues había salido al fin de la caja en el closet. Y, en susurros, murmuró su credo, la letanía misma del pacto. La razón misma de su existencia. Como si fuera un mensaje que pudiera plasmar en la habitación vacía que esperaba a una nueva bebé. Para que pudiera ser oído por los padres, algún día.

“Somos los guardianes de nuestros niños, de sus sueños, de su risa. Nuestra misión y nuestra vida son resguardar a quien más amamos… y yo siempre te amaré, mi Emilia”.




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